I INTRODUCCION
La pintoresca cuenca, bruñida
sobre los faldeos que descienden del borde de la altipampa por el torrente
bravío del Choqueyapu, cuyas villas florecían en arenas de
las belicosas tribus aymarás. Luego, venidos los españoles
del otro lado del “gran charco" atraídos por la varonil belleza
del paisaje, plantaron sobre la jurisdicción indígena el
blasón de Castilla y ''pueblo de paz fundaron" para optar el favor
de la diosa del olivo, tan huraña para los conquistadores y cuya
protección era necesaria para el progreso y la ventura de las nuevas
gentes que se congregaron en torno de la lanza capitana de Don Alonso de
Mendoza.
Aquella prueba de fuego debía
decidir si era posible que ese pueblo, surgido del ensueño del pacificador
La Gasca, pudiera perdurar para grandes destinos en los futuros siglos,
malogrado el heroico afán de la raza autóctona de rescatar
esa heredad para hacer de ella el baluarte de sus rebeldías y la
expresión material de su libertad añorada.
Esa prueba de fuego para
la ciudad de los “discordes en concordia” fue la gran sublevación
del año 1781; año de la epopeya en el que blancos e indios
midieron su bravura, hicieron lujo de sus sacrificios y probaron su entrañable
y abnegado amor, los unos por conservarla para su orgullo hispánico
y los otros por conquistarla para su añeja tradición.
El espíritu ancestral
de la raza personificado en el caudillo rebelde Julián Apaza y el
espíritu de la tierra y el amor doméstico encarnados en la
esposa del caudillo, la virreina Bartolina Sisa, lanzaron a sus gentes
en son de reconquista contra los “paredones” y los fosos que los defensores
alzaron apresuradamente en torno de la ciudad. Por otro lado la bravía
pujanza de españoles y criollos; dirigidos por Don Sebastián
de Segurola, significaba para estos el empeño juramentado de morir
junto a esos “paredones” defendiendo, mas que su vida el grandioso destino
de su ciudad.
Así fue como estalló
la sangrienta pugna. Al amanecer del 14 de marzo de 1781 las alturas de
La Paz aparecieron ocupadas en son de guerra por incontables hordas
de indios armados. Eran su reto los amenazadores sones de sus ''pututos"
cuya vibración, como sobre la caja sonora de una enorme guitarra,
repercutía bélicamente en la hoquedad urbanizada. Al anochecer,
centenares de hogueras, encendidas por los rebeldes en las cumbres de las
serranías, brillaban como ojos vigilantes y enrojecidos por el rencor
racial, anunciando el bloqueo a muerte.
Y desde aquel día
los parajes aledaños a la ciudad, San Pedro, Carcantía, Santa
Teresa, Potopoto, Santa Bárbara, Churubamba, San Sebastián,
La Paciencia y Caja del Agua se convirtieron en el campo de la porfiada
refriega en “la tierra de nadie” en que día tras día y noche
tras noche se combatía sin cesar y sin cuartel.
Pues bien, dentro de
esa tremenda etapa de sangre de amarguras y desesperanza que soportó
esta ínclita ciudad de Nuestra Señora de La Paz, es que se
actualizó y cobró objetividad nueva la leyenda indígena
del “ekhekho”.
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II
ALENTADA POR EL AMOR DE UN MOZO TRABAJADOR Y DE SU CLASE
Paulita Tintaya, moza núbil,
perteneciente al “repartimiento” de que había hecho merced el Rey
a su fiel súbdito Don Francisco de Rojas, español y vecino
de la ciudad de La Paz, había sido trasladada desde la ''encomienda''
de Rojas situada en las inmediaciones de Laja, para ser puesta al servicio
personal de la joven bella criolla Doña Josefa Ursula de Rojas Foronda,
hija del susodicho encomendero, que tenía solar de horca y cuchillo
en una de las plazas más principales de la población.
A la sazón, la joven
dama era ya esposa del Brigadier Don Sebastián de Segurola, Gobernador
y Comandante de armas de esta ciudad y su jurisdicción. Paulita
que formaba parte de la dote paterna de la flamante brigadiera se había
trasladado con su ama a aposentarse en el solar de los de Segurola. Sin
embargo, al rica mansión en que servía Paulita le sabía
a ésta a jaula dorada en la que, cual pobrecito pajarillo, estaba
privada de libertad, de la más dulce de las libertades de la libertad
de amar y de holgarse a su guisa con el varón de sus únicas
predilecciones.
Este era un mozo del mismo
"repartimiento" que ella; el más guapo de su generación comarcana,
fuerte y recio para el trabajo y labranza; apasionado y codicioso para
obtener su dicha en el querer. Desde pastores, el y ella tejieron con urdimbre
de ilusiones su idilio, en las apacibles tardes en que sus ganados, mezclandose
en una sola tropa ,como siguiendo el ejemplo de sus guardianes triscaban
la fresca yerba en las orillas del riachuelo vecino, allá junto
al caserío de Laja. Pasaron así los años de la adolescencia
y llego para ellos la juventud que tanto esperaban para realizar su connubio;
pero una voluntad más poderosa que su anhelo de dicha, es decir,
la orden incontestable de Don Francisco de Rojas; por razón de su
"encomienda'' amo y señor de tierras y gentes dispuso de inmediato
traslado de la moza a la ciudad para servir a su joven hija. Esa misma
voluntad que se llevaba lejos a la doncella aherrojó al infeliz
galán a seguir labrando las tierras de la hacienda, sin posibilidad
de irse también, como el lo hubiera querido, detrás de su
bien amada.
Como despedida hecha a prisa
y epilogo dolorido de aquel idilio sin esperanza, en la ultima entrevista.
que lograron tener en el ahijadero, Isidro Choquehuanca, que tal se llamaba
el galán, entregó como desesperado símbolo de su cariño
a la indiecita, un pequeño amuleto de yeso que el mismo había
fabricado y que según la añeja tradición de sus congéneres,
era el fetiche que velaba por la felicidad de quienes ponían en
sus manos diminutas el secreto de sus afanes. Para confeccionarlo según
sus ritos y de acuerdo a sus particulares deseos. Choquehuanca había
tratado de reproducir en la estatuilla la imagen de su amo
El “chapeton” Rojas, hombrecillo
pequeño y regordete de rostro enrojecido color que había
logrado imitar con unas pinceladas de airampo además había
procurado darle una cara risueña y bonachona. El improvisado artífice
se había empeñado en representar en el muñeco al señor
de Rojas porque el era precisamente el ser omnipotente de quien dependía
el destino de los dos jóvenes enamorados, y le había dado
apariencias bondadosas para que, así, benigno fuera para con ellos.
Luego, siguiendo las supersticiones raciales le había adornado con
varias pequeñas prendas adecuadas en el tamaño; bolsitas
con alimentos, pequeñas prendas de vestir, instrumentos de labranza,
en fin, todo lo que en calidad de bienes materiales, puede complementar
la felicidad de un hogar como el que el joven Choquehuanca proyectaba formar
para gozar del cariño y de la fresca juventud de Paulita.
Después de una tarde
estremecida de caricias, patentizada con juramentos de felicidad mutua
y hasta regada con lagrimas de ternura se separaron. El quedóse
pesaroso, sujeto como gleba al trabajo de la encomienda y ella, estrechando
con el cálido seno el fetiche se marcho a la ciudad a cumplir sus
nuevos deberes.
Mucho tiempo paso
en que Paulita e Isidro esperaron que el ekhekho obrara el milagro de rehacer
su malaventurado idilio. El hada, no solo que no actúo favorablemente,
sino que hizo aún más anacequible toda esperanza con el estallido
de la sublevación de los indios y del sangriento asedio de
la ciudad. La lucha de razas que sobrevino cavó abismos de sangre
y de odio entre los dominadores y los siervos y separo irreconciliablemente
la ciudad en que vivía ella, del campo en que trabajaba él.
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III LA
CIUDAD DE LA PAZ SITIADA
Con tales antecedentes, volvamos
a los terribles días del asedio de La Paz.
Tres meses llevaba ya la
denodada ciudad absolutamente aislada del mundo. Privada del agua que antes
llegara rumorosa y abundante desde las torrenteras de Chacaltaya por los
trabajos de desvío de los sitiadores, su vecindario apenas alcanzaba
a proveerse de tres o cuatro pequeños manantiales que habían
quedado en el recinto cercado. Sin provisiones de boca y de guerra, puesto
que todos los caminos y ''garitas" de la ciudad habían sido ocupados
por los indios rebeldes. La Paz con sus varias decenas de miles de habitantes
parecía condenada a perecer irremediablemente, a no ser que una
poderosa fuerza militar, venida de afuera, llegara en su socorro. Esa fuerza
y ese milagro eran muy remotos, porque todos los mensajes angustiosos en
procura de auxilio no habían tenido respuesta ni promesa.
Entre tanto los famélicos
vecinos debían hacer frente de día y de noche, sin tregua
ni descanso a los asaltos incendios y obras de zaja de los tenaces sitiadores.
Los bodegones. Las despensas y todos los sitios donde se vendían
o guardaban los víveres estaban exhaustos. Las familias más
opulentas habían acudido al desesperado arbitrio de echar mano de
los arreos, "petacas'' y demás objetos de cuero para introducirlos
en las ollas y lograr con su tenaz cocimiento una especie de "consomé"
de endemoniado sabor. Nada hay que decir de los asnos, mulos, perros y
gatos que habían tenido la desventura de quedar en la ciudad en
los días aciagos del sitio; todos ellos, en carne y hueso, habían
pasado a la calidad de viandas disputadas por las gentes hambrientas. El
hambre llegó a tal exceso y a tan insoportable intensidad que anulo
hasta los efectos más sagrados. Mujer enajenada hubo que sacrificó
a su hijo mayor para que los menores tuvieran sustento con que salvar sus
agonizantes vidas. Fueron extraídos de los arcones y aparadores
las joyas, el oro, la plata y la vajilla labrada para ser trocados por
unos cuantos granos de maíz o trigo. En fin, el hambre y la muerte
eran tan horrendos en la ciudad que sólo un heroísmo y una
tenacidad sobrehumanos pudieron sostener a la villa sin acudir al humillante
y doloroso recurso de la capitulación. Alguna noche de esas, gentes
desesperadas se atrevían a salir al amparo de la obscuridad a buscar
en las afueras yerbas y desperdicios con que simular una miserable vianda.
Las mas de las veces estos desdichados caían víctimas de
los vigilantes y feroces sitiadores.
Empero, en medio de ese cuadro
de desolación y de angustia, existía el rincón de
una pequeña vivienda en el que, por un caso inexplicable, se ocultaban
pequeñas provisiones que, luego de ser consumidas luego de algunos
días, por su dichosísíma poseedora eran renovadas,
como por parte de magia.
Aunque no exquisitas,
estas provisiones de boca eran suficientes para salvar de la fatal extenuación
a una persona y, acaso a dos o tres más. Tan preciosos recursos
alimenticios consistían en una bolsa de maíz tostado, una
regular porción de "quispíñas'' (especie de galleta
indígena de harina de quínua), más un trozo de ''charque''
de carne de llama tierna.
La envidiable propietaria
de ese tesoro era una de las sirvientas de la Brigadiera y nada menos que
Paulita. La moza guardaba y consumía secretamente sus provisiones
en un rincón de su pequeña y obscura habitación de
las dependencias anteriores de la casa en que servia. Al pie de la tosca
hornacina en que había colocado el ekhekho que le diera Isidro habían
escondido los alimentos, envolviéndolos en unos "taris'' y cubriéndolos
con ropas y otros enseres sin importancia. Sin propósito deliberado
la casual proximidad de los comestibles al muñeco de yeso significaban
el origen común de ambas cosas, como se vera enseguida.
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IV VISITA
TEMERARIA DE ISIDRO
Una noche del cuarto mes
en que la ciudad estaba sitiada por las huestes de Julián Apaza.,
Paulita después de cumplir sus cotidianos deberes domésticos
para con su ama, se había retirado a su cuarto a descansar, sin
descanso pudiera llamarse a pasar una noche febricitante por la extenuación
y el hambre. Pues preciso declarar que este cruel espectro había
también sentado sus reales en la casa del señor Gobernador,
y que ni para el ni para nadie se podía introducir a La Paz ni la
mas pequeña molécula de alimento. En la mesa del prócer,
como en la de cualquier otro mortal de la villa, ya no alcanzaba
a servirse otra cosa que caldos o cocimientos correosos de cuero, trozos
de petacas o de arreos de ensillar.
Aquella noche, decimos Paulita,
en medio del insomnio famélico que sufría, al dirigir su
mirada vaga hacia el fetiche de la hormacina, recién se dio cuenta
de que el muñeco tenia entre su característica aparejo pequeñas
bolsitas de maíz tostado, azúcar, harina y otros comestibles.
De un salto se levanto con
el proposito de apoderarse de tan inesperados bienes. La tenia las manos
febriles extendidas hacia el ekhekho, cuando sintió junto a su puerta
una voz que muy quedamente la nombraba. Quedo suspensa y desconcertada.
¡Paulita! ¡Paulita!
volvió a decir la voz impregnada de expresivo acento.
Entonces la moza se apresuro
a franquear la puerta
A quien la llamaba, y con
indescriptible sorpresa recibió el mas patético y cariñoso
saludo de su amado.
¡lsidro! ¿Eres
tu, deveras? ¿No me engaña la calentura?
Si. Soy yo, Paulita. Pero
no hables tan alto. No quiero que me vean ni me conozcan.
Cerraron la puerta y sentándose
en cuclillas en el rincón mas seguro platicaron al amparo de la
noche.
El le contó, atropelladamente,
lo que significaba allí su presencia. Isidro, junto con todos los
demás indios de las comarcas circundantes, había sido enrolado
ejercito de Apaza.
Estaba pues juramentado para
destruir la ciudad y exterminar a los blancos que la poblaban. Como estaba
entre las partidas mas aguerridas se le había designado un puesto
de avanzada en la región del "Calvario''. El ejercito sitiador estaba
al tanto de los horribles padecimientos que soportaban los sitiados. Muchos
de estos, acosados por el hambre, habían salido a entregarse a los
rebeldes y narrándoles los sufrimientos que agobiaban a la ciudad.
Entonces Isidro se había propuesto buscar una manera de proteger
a su adorada y salvarla de tal situación. Por eso, atravesando sigilosamente
durante la noche las líneas de los defensores, había le traído
esos recursos alimenticios.
Mira, le dijo, al tiempo
que extraía debajo de su poncho un bulto de regular volumen . Aquí
tienes "tostado", ''kispiña" y “charque”. Es lo mismo que merendábamos,
¿te acuerdas? los días en que éramos felices
en nuestra comarca. Con esto creo que puedes subsistir hasta una semana
Ya te traeré nuevas provisiones a medida que las necesites.
Prueba de cariño tan
palpable no necesitaba de palabras elocuentes. Así lo entendió
la moza y con sencilla sinceridad se lo demostró a Isidro. Este,
satisfecho también al comprobar que sus sacrificio eran correspondidos
con la certeza del amor tierno y apasionado de sus bien amada , se marcho
a ocupar su sitio de combatiente antes de que los sorprendiera el
alba.
Tal era el misterioso origen
de las provisiones que desde aquel día nunca mas faltaron en el
rincón de la vivienda de Paulita y que, colocadas sin propósito
junto al ekhekho, parecían el presente de su merced benefactora.
Cada noche, la muchacha tomaba una suficiente porción de esos alimentos
y así se mantenía reconfortada en medio de toda una población
que se diezmaba con el hambre.
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V "VOY
A DEFENDER LA CIUDAD A CUALQUIER PRECIO"
Un día era ya el quinto
mes de asedio en que la falta de alimentos había llegado casi a
lo absoluto, cuando Paulita estaba junto a su ama, la joven Brigadiera,
esta sufrió un terrible desmayo causado por la excesiva desnutrición.
Al salir del sincope quedo sumida en un angustioso delirio en el que con
palabras lastimeras imploraba un poco de alimento... El caso parecía
sin remedio, pues así habían comenzado muchos desdichados
la agonía fatal. Su esposo, el afligido Brigadier, impotente para
acudir a la dama soportaba doble zozobra, pues, además tenia sobre
si otra preocupación mas grave, aunque era la de vigilar, organizar
y dirigir constante y personalmente la defensa de la ciudad a el encomendada
contra los renovados asalto de los sitiadores que se tornaba cada
día mas osados e impetuosos. Después de contemplar con pesadumbre
el cuadro de la postración irremediable de su tierna esposa,
se resigno a salir requerido por su lugar teniente que momento antes habían
iniciado un nuevo asalto, incendiaron algunas casa de carcantia y que estaban
demoliendo con picotas los paredones de la defensa de San Juan
de Dios. Lanza el Brigadier una postrera mirada a su esposa y como en ese
momento la única sirvienta que acompañaba a Doña Ursula
era Paulita, porque las restantes estaban en sus habitaciones en igual
o peor estado que su ama, le dijo:
Ahí te dejo a la señora.
Que se haga lo que Dios quiera. Pero tu no me la abandones hija mía
y se marcho sombrío, acaso con la secreta intención de ir
a buscar la muerte en el lugar mas peligroso del combate.
Protectora de su ama, comenzó
a sentir por ella profunda lastima. Moza como era, acequible a los sentimientos
de femenina ternura, no tardo en dejarse embarcar por una generosa compasión
hasta dejarse llevar por sus impulsos. Luego, sin pensar mas, fue corriendo
a su cuarto a traer una parte de sus alimentos.
Cuando Segurola volvió
a su hogar a la hora de ''la queda" temeroso de encontrar el cadáver
de su amada esposa; hallo con inmensa alegría que no solamente la
dama estaba tranquila y reconfortada sino que le fue ofrecido un plato
cuidadosamente guardado en el fondo de un arcón. Se sirvió
de el casi golosamente nuestro brigadier y sintió como un milagro
de restauración fisiológica en su organismo examine,
que hasta entonces se había mantenido en pie únicamente por
la fuerza moral de su inmensa responsabilidad.
Desde el día siguiente
fueron tres los afortunados seres que en medio de la población hambrienta
y al borde de la agonía tenían seguro yantar:
doña Ursula, El Brigadier y la muchacha que tan generosamente
les había hecho participes jurados de su secreto.
Pero hay que decir en honor
a la verdad, que el secreto fue conocido solo a medias por el gobernador
y su esposa, por que Paulita, con el propósito de evitar cualquier
peligro para Isidro, ante las insistentes preguntas de sus amos había
tenido la discreta ocurrencia de llevarlos junto al ekhekho y manifestarles
que el poder tradicionalmente dadivoso del fetiche se debía la milagrosa
e inagotable virtud de sus provisiones. Esta peregrina explicación,
que en otros momentos, acaso, hubiera sido encomendada a la investigación
peligrosa de los oficiales que la Santa Inquisición, en aquellas
horas de suprema angustia en que todos sentían el incontenible afán
de mantener la vida aceptada sin mayores disquisiciones por los señores
de Segurola quienes se contentaron con agradecer la predestinación
de salvar la existencia aprovechando de la generosa virtud del amuleto
indígena.
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VI LA
PAZ LIBERADA DEL ASEDIO
Entre tanto, el asedio se
prolongaba. Llevaba ya la ciudad seis largos meses de inenarrables padecimientos.
Ya nadie tenia esperanzas de subsistir y algunos de los mas desesperanzados
comenzaban a hablar de la capitulación, que podía encomendarse
al Señor Obispo, con cuya influencia se podía atenuar, siquiera
en lo posible, las barbaras represalias y crueldades de los vencedores,
cuando por misterioso conducto llego a la ciudad la noticia de la aproximación
de un poderoso ejercito dirigido por el comandante General
Don José Reseguin. La noticia opero un milagro. Se reavivaron los
ánimos mas agobiados y todas las casas salieron los famélicos
sobrevivientes para aclamar con gritos de enajenada alegría
su próxima liberación. En efecto, al amanecer del 17
de octubre, se noto que los sitiadores abandonaban precipitadamente
las alturas circundantes y se replegaban hacia la región de Chacaltaya,
al mismo tiempo que por el camino del El Alto de Potosí asomaban,
a banderas desplegadas y disparando bambardas, las primeras formaciones
del ejercito libertador.
El martirio de seis meses
se transformo por ensalmo en loco y desbordante alborozo. Los soldados
de Reseguin entraron en la ciudad entre enternecidas bendiciones y frenéticos
clamores de jubilo.
En medio de esa multitud
enloquecida de gozo, el Brigadier Segurola que presidía la
recepción que el pueblo tributaba a sus salvadores, no podía
alejar de su mente la idea que, como recuerdo emocionado e
imborrable, le obligaba a pensar en el pequeño fetiche indígena
con cuyo favor el y su amada esposa había podido sobrevivir hasta
ver el sol de ese hermoso día.
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VII ORIGEN
DE LA FERIA DE ALACITAS
Entre los nutridos y solemnes
festejos con que la ciudad liberada celebro a por fin la nueva etapa de
paz y de progreso, tienen especial importancia para nuestro relato dos
acontecimientos:
El primero fue la ordenanza
que dicto el Gobernador Don Sebastián de Segurola, para que de allí
en adelante la feria que hasta entonces se celebraba el 20 de Octubre,
aniversario de la fundación de la ciudad, se trasladara al día
24 de enero, como piadoso homenaje de gratitud a Nuestra Señora
de La Paz, bajo cuya protección y favor la ciudad había sobrevivido
a las tremendas calamidades del asedio, y que, además, en dicha
feria tuviera preferencia la venta o trueque del ekhekho, el fetiche indígena
modernizado según el modelo que el mismo Gobernador exhibió
en un sitio adecuado y que no era otro que el que obtuvo de Paulita. No
explico el Señor Gobernador mayores razones sobre la adopción
del fetiche, pero aseguro a fe de su palabra, que quienes lo adquirieron
o lo llevaran a sus hogares tendrían para su buena suerte.
El otro acontecimiento, menos
ruidoso, y publico pero para nosotros más significativo aun, fue
el matrimonio de Paulita con Isidro, que se verifico poco después
apadrinado por el Brigadier y su esposa.
Cuando los amos de Paulita,
deseosos de retribuir a la moza por la generosa actitud que ya conocemos,
le preguntaron que es lo que podrían hacer por ella, esta, sin dubitaciones
les contesto al momento que su único anhelo era casarse con Isidro.
El mozo fue llamado por su ama a la ciudad y de inmediato comenzaron
los preparativos para boda.
Después de la bendición
nupcial, los padrinos, contrayentes y convidados pasaron al gran
comedor de los de Segurola para servirse el ágape tradicional. Junto
al pastel de boda estaba sobre un adecuado pedestal de confituras el ekhekho,
cuya sonrisa parecía más placentera que nunca. Al verlo
sonrieron los, padrinos y los novios y cruzaron miradas de secreto entendimiento.
Sentada ya Paulita junto
a su madrina y señora oyó que esta cariñosamente le
decía al oído:
Ahí tienes el amuleto
que nos ha permitido vivir en medio del hambre de tantos meses. Lo he colocado
allí para que siga prodigándonos su favor y para que sea
un feliz augurio de tu boda.
La muchacha respondió
con una ruborosa sonrisa tuvo que volver inmediatamente hacia el otro lado
de su asiento para escuchar lo que Isidro resplandeciente de dicha, le
susurraba al otro oído:
Ya ves, Paulita, como no
ha sido en vano que pusiéramos nuestro amor en manos del ekhekho.
Por el tenemos hoy la felicidad que ya creíamos perdido.
Al oír todo eso, Paulita
penso que lo que en principio fue únicamente una mentira, ahora
se había tornado en una ferviente convicción. Que si los
alimentos no fueron realmente un don del ekhekho sino obra del abnegado
amor de su Isidro, en cambio, su dicha de ese día, su ilusión
realizada, no podían ser otra cosa que una merced del pequeño
hombrecito de yeso. En medio de su gozosa gratitud ganas tuvo de tomar
al ekhekho y estrecharlo fuertemente contra su seno, tal como aquel día
de su penosa despedida lo llevo sobre su corazón.
A medida que paso el tiempo
y se fueron borrando los recuerdos de los tremendos acontecimientos del
año 1781 y nuevas generaciones aparecieron en la ciudad, libres
ya de las penosas remembranzas que oían narrar a sus abuelos, fue
manteniéndose y acrecentando la tradición del ekhekho que
continua siendo el rey pequeño de la feria típica. Para unos
era la fuente de recursos contra el hambre y la miseria; para otros, el
bondadoso idolillo que concebía la felicidad
La liberación
de la ciudad de La Paz, que fue casi como una resurrección, trajo
también la resurrección tradición indígena
que paso a la categoría de una simpática superstición
impregnada de optimismo que se difundió entre todas las gentes
de todas las layas que tuvieron cuna o techo en el solar paceño.
Y, sin presumirlo, el Brigadier Segurola lanzo una ordenanza que
estaba destinada a superar tiempos de la independencia y de la República
por que era tan bella y tan inofensiva que enraizó profundamente
en el alma popular.
Por eso, año tras
año y siglo tras siglo, el ekhekho, principal mercadería
de la feria, rey de la fiesta en sus dominios de “alasita”,
fue adquirido y llevado a los hogares con todos su atavío, como
un manojo de esperanza que se quiera ver convertidos en venturosos realidades.
A su virtud, ensalzada por la tradición, le confían las gentes
sencillas las ilusiones y los anhelos que quisieran arrebatar
el tacaño porvenir.
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Autor: Antonio Díaz
Villamil
Publicación: Leyendas
de mi tierra
Editorial: Ediciones Puerta
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